"Decidí que, de todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me convenía"
Rodolfo Walsh

lunes, 28 de marzo de 2011

Cuando la noticia no tiene raíz

"Aquí me pongo a llorar, al compás de las banderas, que el tipo que me bloquea, una planta extraordinaria, como el ave solitaria, con el gritar se consuela"



Ayer veíamos las imágenes en TN (no había mucha más cobertura, era puro fútbol o Los Simpsons) sobre el bloqueo a la planta y nos preguntábamos si el televidente pensaría: "che, por qué es el bloqueo? por qué no enfocan una bandera, a ver que dicen...? por qué no entrevistan a alguno de los que bloquean? porque... ahora que pienso, no tengo la más puta idea de qué se trata esto." Ahora, si el televidente leía la volanta móvil que no dejaba de pasar (no recuerdo el nombre técnico), que mostraba los dichos de Leuco, Lanata, Sanz, Ruiz Guiñazú, etc, el mensaje, claramente, era: el Gobierno está bloqueando la planta de Clarín y La Nación porque no les gusta lo que publican.

Protesta real: delegados despedidos y sus familias reclamaban por la incorporación a sus trabajos. Así empieza el comunicado de Federación Argentina de Trabajadores de Prensa (FATPREN):

"Fieles a su costumbre, los medios que integran el grupo Clarín pretenden inventar una realidad que no existe. Como si se pudiera mutar de victimarios a víctimas a partir de la ficción que el monopolio crea.
Los compañeros que son perseguidos en Artes Gráficas Rioplatenses (AGR) -perteneciente al Grupo Clarín- protestan, junto a sus familias, frente a la planta de impresión de la empresa en reclamo ante la persecución sindical que sufren los delegados. Ésa es la noticia del día.
A los compañeros delegados los dejan fichar pero no se les paga salarios, ni se les asigna tareas. Y aparte son “custodiados” por personal de seguridad y son sancionados los compañeros que se les acerquen."

No deja de sorprenderme la tergiversación que hace Clarín de dos o tres letras conjuntas. Parecieran grandes anagramas las noticias, alterando el orden, una letra, un nombre, un pero, un ahora dicen...


Como resultado, una serie de notas graciosas como ésta
y la intención de la UCR de hacerle juicio político a Nilda Garré por la no intervención de la federal, que ya fue denunciada por “violación de los deberes de funcionario público” y “desobediencia” a una orden judicial.

Una portada colmada de notas, subnotas, recuadros, color, (volvió lagente!) etc, conectadas a la principal, el bloqueo a la planta. O sea, digamos que hace mucho el gran diario no tenía una alegría como esta, una portada orgásmica.

Peeeeeeeeeeeero... todo basado en una mentira. En un engaño al lector, que sigue sin tener la más puta idea de por qué bloquearon la entrada a la planta. De la protesta sindical, motivo de la protesta, nada de nada.


Aquí el excelente, claro y conciso comunicado de FATPREN.

sábado, 26 de marzo de 2011

Chubut films presenta


por @juancabatman

jueves, 24 de marzo de 2011

¿En qué recoveco se mete Lanata un día como hoy?

A 35 años del Golpe cívico-militar que no sólo se chupó 30mil compañeros, sino que endeudó el país como nadie hasta el momento, decimos, NUNCA MÁS.

Nunca más un desaparecido más, ¿Dónde están López y Arruga?

Que el Día de la Memoria (no me gusta llamarlo "feriado", bien podría ser el día de la virgen) consista en una jornada de reflexión nacional.

Y como dijo @juancabatman: "Excelente guiño del Gobierno a Lanata. Feriado largo para que Jorge, harto de charlas sobre la dictadura, se pueda exiliar mientras todos hablan de algo que pasó hace...35 años! par die!"


A la Plaza de Mayo! andá a saber en qué acto caerá la noche...


Finalizo con la escena memorable del Juicio a las Juntas en boca de Julio César Strassera:

"Los argentinos hemos tratado de obtener la paz fundándola en el olvido, y fracasamos (...). Hemos tratado de buscar la paz por la vía de la violencia y el exterminio del adversario, y fracasamos (...) A partir de este juicio y de la condena que propugno, nos cabe la responsabilidad de fundar una paz basada no en el olvido sino en la memoria; no en la violencia sino en la justicia. Esta es nuestra oportunidad: quizá sea la última (...) Señores jueces, quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya al pueblo argentino. Señores jueces: Nunca más".

SaluT!

miércoles, 16 de marzo de 2011

En San Francisco quedan pocos caramelos

San Francisco supo tener unos 2000 habitantes, hasta 1978, año en que -Martínez de Hoz mediante- cerró la fábrica de golosinas que le daba trabajo al pueblo.
El censo del 27 de octubre de 2010 dio como resultado 480 habitantes.
No hay hotel, no hay bar, no hay asfalto, no hay cajeros.
Allí todo trabajo es estatal. Y cualquier trámite se hace en Venado Tuerto. No hay micros, hasta hace un tiempo pasaba uno que conectaba varios pueblitos, pero ya no.

En una esquina de San Francisco (Provincia de Santa Fe), en 1943, mataron a mi bisabuelo Pastor. Tenía 29 años, trabajaba en el campo, "trabajo pesado", dice mi abuela Julia, y tenía 5 hijos, más otro en camino, con su mujer, "Maruca".
Esa tarde, noche, tuvo una pelea con "El Sapo" Aguero. Que lo mató y estuvo preso.

Maruca se quedó viuda a los 25 años con 5 hijos, embarazada, y pobre.
Años más tarde, mi abuela Julia, adolescente, encontró a su abuelo muerto en el patio de la casita. Dicen que mi vieja sacó ojos celestes de él, su bisabuelo Francisco. Mi tatarabuelo. Ir a San Francisco y verlo en una foto es ya conocerlo.

Años más tarde mi bisabuela María se fue de San Francisco a San José de la Esquina, pueblito que vio su paso hasta hace 6 años atrás. Allí la conocí yo.

Estas son algunas de las ideas inconexas de un libro que todavía no escribí.
Porque cada hijo de Pastor y María, del siguiente y María, es una historia. Sobre todo uno, el que fue guitarrista del Chango Rodríguez, aquel cantautor cordobés acusado de homicidio, que compuso en prisión "Luna Cautiva". O el tío Ernesto, el alto y flaco al que le dedicaron un documental, "Gastasuela", dirigido por Omar Llanos.

Por las provincias está plagado de historias como ésta. Por proximidad, por adn, yo debería relatar la historia desde Pastor Domínguez, el buenmozo asesinado en una esquina de San Francisco, hasta hoy. Desde una banco de la plaza de San Francisco, mirar la cúpula de la iglesia y garabatear palabras, como antes.

Hace unos días estuvimos por el pueblo, tan chiquito que se recorre solo.
Nos recibieron con felicidad, con música.
Dejo la crónica visual. Y al final, un video de la casa del señor Garay, con cantores de paso invitados, y vecinos de San Francisco compartiendo un asado, y una zamba para olvidar.

Comuna que funciona desde 2007


Casa donde vivió Maruca después del asesinato de Pastor, y donde Julia encontró a su abuelo muerto en el patio

Iglesia

Plaza

Ramos Generales

Regador

vestigios del progreso 1 y 2


caramelos de dulce de leche fabricados en el pueblo

esquina donde mataron a Pastor

cementerio

"un amigo.-"

Normal 10, escuela de mi abuela



éxodo









los molinos ya no están, pero el viento aún persiste

sábado, 12 de marzo de 2011

"Se me va a romper el corazón si no lo digo"

11 de marzo, Estadio Huracán



Salvo los carteles de Cristina-Scioli, esto habrá estado buenísimo.
Como siempre, la excelente oratoria de Cristina y palabras acertadas. Cuando mencionó los derechos humanos que son para todos, recordé a los qom, lógicamente, y como el Gobernador Insfrán los avasalla. Recordé más cosas. Recordé la yuta hija de puta, y los pibes que ya no tienen ni un derecho, porque ya están muertos.

Me gustó cuando dijo que los jóvenes que hoy militan, y que seguramente, mañana sean funcionarios, no se meten en política CONTRA alguien, sino POR un proyecto. El hincapié en el amor. El recuerdo de ÉL. El momento emotivo. "Se me va a romper el corazón si no lo digo". El duelo de su vida canalizado en política. Será estudio futuro, quizás.
Vengo como compañera, no como presidenta de la nación.
Y toda esa pasión, mientras el mundo temblaba, en el estadio de Huracán.

Sigo creyendo que el camino iniciado es el correcto. Apuesto a la profundización de los cambios con figuras como Sabatella en el gobierno, y cambios urgentes en los gobiernos provinciales. Eso, para mi, es la profundización de un modelo popular y nacional. Sin los Scioli's, sin los Insfrán. Y con una ley de tierras ya anunciada, que proteja la nación del dinero extranjero, de los empresarios que compran una provincia y nadie titubea. Que esas tierras sean Industria para los argentinos, que despierten los pueblos fantasmas de tantas industrias cerradas, de una estación vacía. Que Buenos Aires deje de ser "el sueño porteño", que los pueblitos recobren vida, eso también es mejorar la calidad de vida. No tan Buenos Aires eh?

Sin los Scioli's, por la verdadera profundización, Salut.

martes, 8 de marzo de 2011

Feliz Día, Mujer

viernes, 4 de marzo de 2011

The True Owners Of The Land

Cerca de un millón de hectáreas (10.000 kilómetros cuadrados, casi el total de la Provincia de Chaco) obtuvo a lo largo de los años la multinacional Benetton.
A dos días del discurso de Cristina anunciando la ley de tierras (ley que pondrá limitaciones a las compras de extranjeros, justamente) leemos:

Chubut: ordenan desalojar a Mapuches en territorios de Benetton

Un juez favoreció en su fallo a la Compañía de Tierras Sud Argentino Sociedad Anónima, que pertenece al empresario italiano.

Sumemos a esto el conflicto que atraviesa a los qom y otras comunidades formoseñas, donde se pretende quitarles sus tierras.
Desde lejos no se ve, pero esta situación es moneda corriente para muchas comunidades.

Ojalá se apruebe una ley de tierras, conjuntamente con una protección a las tierras de los originarios, es un asunto que no debería tener muchas vueltas. Es o no es.
Y que no tengamos que escuchar más que un empresario puede venir y comprar medio país, mientras tenga el dinero.





nota acá con fotito de Benetton

miércoles, 2 de marzo de 2011

Cabecita Negra

A Raúl Kruschovsky


El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío, acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando, encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los zapatos.

Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o dos a siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.

Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado como un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurriría hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La noche se había hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos tés de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la casa. Sin embargo, pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía quejarse de la vida. Su padre había sido un cobrador de la luz, un inmigrante que se había muerto de hambre sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en propiedad horizontal, y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que estaba abajo, y había gastado una fortuna en los hermosos apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las vacaciones. No podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos, donde los desórdenes políticos eran la rutina, había estado al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevivir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida. Pero había salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia, que en la vida uno no podía hacer todo lo que quería, que tenía que seguir el camino recto, el camino debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran “señor”. Y entonces juntó dinero y puso una ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La niebla era espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.

De pronto una mujer gritó en la noche. De golpe. Una mujer aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche, podía despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto gritó de nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden, haciendo escándalo y pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre, anterior a las palabras, casi un vagido de niña, desesperado y solo.

El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cebecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso “Para Damas” en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza bajo el brazo.

—Quiero ir a casa, mamá —lloraba—. Quiero cien pesos para el tren para irme a casa.

Era una china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla.

El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrió, sacó cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.

—¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? —la voz era dura y malévola. Antes de que se diera vuelta ya sintió una mano sobre su hombro.

—A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la vía pública.

El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.

—Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.

Entonces se dio cuenta de que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su historia.

—Viejo baboso —dijo el vigilante mirando con odio al hombrecito despectivo, seguro y sobrador que tenía adelante—. Hacete el gil ahora.

El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo.

—Vamos. En cana.

El señor Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y le gritó al policía.

—Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara. ¿Usted sabe con quién está hablado? —Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo.

—Andá, viejito verde andá, ¿te creés que no me di cuenta que la largaste dura y ahora te querés lavar las manos? —dijo el vigilante y lo agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada mirando simplemente todo. El señor Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él con todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces no le creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese insomnio había tenido la culpa. Y no había ninguna garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una vergüenza inútil.

—Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer —dijo señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos, del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor, era la única culpable.

De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales, con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita negra.

—Señor agente — le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca, acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada que ya nada le importaba.

—Vengan a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto —y sacó una tarjeta personal y los documentos y se los mostró—. Vivo ahí al lado —gimió casi, manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de embromar.

El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida.

Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo, y nadie le creería su explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las 4 de la madrugada, porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura, en su propia casa.

—Dame café — dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para que no lo atropellaran y así, de repente, ese hombre, un cualquiera, un vigilante de mala muerte, lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años y años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo. Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca. Sentía algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuándo se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había podido estudiar violín tenía un hermoso tocadiscos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del mundo se hacía presente.

Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con el hombre. Pero ¿de qué libros podría hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió de que justo ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la campera y se puso a tomar despacio.

El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que estuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era un policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.

—Qué le hiciste — dijo al fin el negro.

—Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga el favor de ... —el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaba haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomio.

—Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa, ella se vino a trabajar como muchacha, una chica, una chiquilina, y entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor...

El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpearlo, a patearlo en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo miró y le dijo al hermano:

—Este no es, José. — Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida, humillada del otro y vio que se detenía bruscamente y vio que la mujer se levantaba, con pesadez, y por fin, sintió que algo tontamente le decía adentro “Por fin se me va este maldito insomnio” y se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba tan alto y le dio en los ojos, encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a revisar los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer?, a quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar todo, pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? “Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada”, trataba de decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo estaba patas para arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado. “La chusma, dijo para tranquilizarse, ”hay que aplastarlo, aplastarlo”, dijo para tranquilizarse. “La fuerza pública”, dijo, “tenemos toda la fuerza pública y el ejército”, dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.

Germán Rozenmacher

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